Leer a Chesterton en Sevilla, ataviado
con una zamarra verdiblanca el día del enfrentamiento fratricida por excelencia
de nuestra ciudad, podría ser, si se le plantea la cuestión a cualquier lego en
las letras de este genio, una misión imposible, una Odisea más compleja que
aquella del héroe de Ítaca, teniendo en cuenta la enorme cantidad de
interrupciones espontáneas por parte de desconocidos exaltados surgidas para
comentar el venidero agón.
Más arduo, empero, puede parecer escribir
sobre Chesterton esa misma noche. Rescatar todo el universo de pensamiento que,
en leves dosis, el polígrafo londinense derrama en sus páginas, podría considerarse
algo pesado, con el hastío, la desazón, la tristeza incluso, provocada por la
derrota deportiva. Sin duda no resulta atractiva, no parece tener aliciente,
ninguna tarea que en el resto de momentos resulta amena, provechosa, importante.
Pero un par de motivos me empujan a
encender el ordenador y, pese a la somnolencia, redactar un par de páginas
acaso sobre Chesterton. O más bien, sobre la lectura de Chesterton y la lectura
en Chesterton. El primero de esos motivos, el más prosaico pero el principal,
es que esta reflexión, en teoría, debiera constar para la evaluación de la
materia de Lectoescritura inserta dentro del MAES, pero el plazo finaba el día
20 y, precisamente a causa del deporte rey, ya voy tarde. La segunda de las
razones es la de dejar constancia de mis sensaciones al devorar los pocos (de
momento) ensayos que del libro Lectura y
Locura he creído conveniente leer (doce es un número demasiado corto). Pero
la razón que, definitivamente, me ha hecho no rendirme en el propósito de
abordar por escrito lo que por mi mente ya ha desfilado desde que recorrí la
primera página del libro, ha sido la de conservar una cita que, oída en un
comedor universitario a la hora de almorzar en voz de una chica, tal vez no
pase de disfrazarse de comentario curioso, pero que esconde una realidad que,
inconscientemente, conecta con los más hondos pensamientos de grandes
filósofos. Hablando de un viaje cercano hacia quién sabe qué tierra (y según se
desprendía, para cierto tiempo), la autora de tal cita, que había mencionado
poco antes el Siglo XVIII (desconozco la razón) afirmaba, como si de una rareza
se tratase: “en realidad, lo que tengo más ganar de visitar son los cementerios.”
Y a mi mente ha llegado, aunque sin una relación clara y explícita, el Chesterton que afirma: “Dejemos eternamente,
por un tiempo, de leer a los hombres vivos que tratan temas muertos, y leamos sólo
a los muertos que hablan de temas vivos.” Y todo esto, cuando el bueno de
Publio Ovidio Nasón hubiese cumplido hoy, de gozar de vida eterna, nada menos
que 2057 años.
Y es que (al menos ésa es mi sensación
actual) leer a Chesterton implica que escribir sobre Chesterton, sobre lo que
él lee y escribe, no se parezca en nada a cualquier tipo de escrito
convencional. Hasta para comentar y reseñar sus pensamientos se hace necesario
imitarle y homenajearle desde la forma misma. Porque es muy difícil resumir,
añadir más o disentir de un autor que, en ocasiones, parece estar manifestando
la verdad en forma de opinión. Al igual que su pensamiento acerca de la
historiografía, según el cual los historiadores parciales cuentan media verdad,
mientras que los imparciales no cuentan ninguna verdad, parece que en el mundo
de las ideas de nuestro polígrafo hasta la opinión menos concordante con la del
lector está consagrada por algo casi inefable.
Cada uno de los doce ensayos leídos
representa una obra de arte transmitida humildemente, difícilmente capaz de
entrar en cánones, pero tan digna de ser recogida y sopesada como lo puedan ser
los inabarcables poemas cíclicos de la Antigüedad cuasi mítica:
En Lectura
y Locura se explora el hecho de la lectura como ritual casi convertido en
fanatismo, que poco hace por enriquecer las habilidades sociales personales de
los lectores. Mudanza tiene como
protagonista la sutil y magistral metáfora del cambio físico de vivienda como
el umbral de personalidades, sentires e inspiraciones distintas. La poesía de las ciudades representa,
sobre todo, la desmitificación de la Arcadia bucólica, que muy poco tiene que
ofrecer ante el enorme maremágnum de grandes historias que se pueden encontrar
de forma cotidiana en la vida más humana de los núcleos urbanos. En La biblioteca del cuarto de los niños se
explora la razón del surgimiento de la literatura infantil, entremezclándose la
divagación acerca de la imaginación en niños y adultos con la importancia (o
falta de ella) de las moralejas. El significado del teatro tiene como bandera la defensa del
teatro, ya trágico, ya cómico, como fiesta, oponiéndose Chesterton a que
simplemente represente una disección de la vida real (y comparándola con otras
artes). En Una originalidad olvidada
acomete la apología de aquellos poetas pre-románticos que, antes de una época
de arte por el arte, eran capaces de explorar filosóficamente temas morales; se
queja el autor de que se desprecie por prejuicios a escritores que nadie ha leído
ni leerá. El Espejo tiene como uno de
sus principales mensajes el de que la calidad de la creación no radica en la
autoconsciencia sino en preguntarse acerca de lo ajeno. La paradoja de la humildad no es sino una alabanza a los escritos de
los monjes franciscanos medievales, tachados a menudo como infantiles y denostados
por ello sin hacerse las preguntas oportunas. La historia frente a los historiadores es, precisamente, el ensayo
donde se consagran los documentos escritos contemporáneos de la época que se
pretenda estudiar, frente a la bibliografía que siempre ha de corromper los hechos
(también aquí se plantean cuestiones sobre la educación de los niños, defendiéndose
que la Historia debe ser la única materia). El
fanático constituye una inteligente crítica de la intolerancia como un
absurdo y una negación de lo propio. Buenas
historias estropeadas por grandes autores repasa las transformaciones (o
adulteraciones) que sufren algunas leyendas y mitos populares en manos de los
literatos (excepto Shakespeare).
Pero sin duda, el “ensayo” más cautivador
de todos los explorados en este acercamiento es Un cuento de hadas. Aquí la opinión da la mano a la literatura,
creándose un relato fantástico donde la mente del creador se sumerge en una
realidad paralela que le permite, a la vez de describir la belleza de una
escena allende los límites de la percepción sensorial, intercalar la más dura
crítica al afectado racionalismo que lleva (ya en su época) a los hombres, a descreer
de todo a raíz del descrédito cristiano: “Quienes rechazan la fe, a menudo
rechazan las fábulas humanas; aquellos mismos que desdeñan el cristianismo
llevan su absurdo en ocasiones hasta el extremos de desdeñar igualmente el
paganismo.”
Todos y cada uno de ellos tienen el
mérito de poder desembocar en ríos de tinta vertidos en aras de debatir la
veracidad o la verosimilitud de su esencia. Toda posible reflexión excedería
los límites de la propia obra (y, por cierto, también el propósito de este
ensayo laudatorio). Eso está al alcance de muy pocos. Desde luego no al mío
(puedo adivinar al autor, en su cielo, retorciéndose de rabia al observar que
sus doradas reflexiones acaban resumidas en un párrafo). Lo peor, lo menos
bueno de emprender hoy esta reflexión es no haber leído más, no haber podido
empezar antes. Lo malo de escribir sobre leer a Chesterton es que en este
espacio de tiempo se ha de dejar de leer a Chesterton.
Leer a Chesterton en Sevilla es, pues,
como viajar a un cementerio lleno de voces donde sólo se puede escuchar con
claridad una, la de un poeta que no pretende arengar ni persuadir, la de un
sabio que no sienta cátedra ni lo pretende, pero nos otorga, seguramente sin
pretenderlo, el bello regalo de una conversación acerca de muchos de los temas
posibles que un ser humano inquieto pueda indagar. Y lo mejor es que ni
siquiera se requiere apartar la vista de otros lugares, de otras voces inertes
emergiendo de frías lápidas, para captar, asentir, dar la mano y la razón a
quien, en muy pocas páginas, con muy pocas palabras, nos puede hacer capaces de
sentir que esa conversación carente de otros elementos de la comunicación
personal, no necesita más que leves resonancias, ecos efímeros, para darnos
cuenta de que hemos olvidado todo cuanto hemos olvidado.
Sp. B. N.